martes, 13 de mayo de 2014

Van Gogh, asesinado por la melancolía



Por Sergio Berrocal*

   Cuando entendí que Van Gogh éramos todos, era yo, me enseñaron que se había dado la muerte voluntariamente, pegándose un tiro con un revólver herrumbroso que le había prestado el propietario de su pensión de mala muerte.
   Me contaron que era una mañana bonita de verano parisiense, el 29 de julio de 1890 en un pueblo luminoso, casi impresionista, cerca de París llamado Auvers-sur-Oise.
   Me negué a ver su tumba. Me negué a visitar todos los lugares donde él estuvo, salvo el cuarto donde murió al cabo de días de trabajosa agonía, al cabo de que la bala herrumbrosa le comiera el cerebro, el cerebro más luminoso que había alumbrado el impresionismo.
   Estaba loco, mon bon, me dijeron los despreciables aldeanos a los que ni el doctor Flaubert, bueno el doctor Bovary, el esposo de la recatada Madame Bovary hubiese podido curar la imbecilidad que se asomaba a vidriosos ojos llenos de euros turísticos y de vino tinto avinagrado.
   Tenía que acabar así, certificó el más atrevido, al que el Doctor Flaubert hubiese hecho tragar probablemente todo el arsénico que le sobró a su descarriada esposa.

   Mentira cochina, mentira de falsificadores del alma, falsificadores de la vida, fariseos del templo de la belleza, Pilatos confabulados con la gran burguesía para darle salida al loco.
   Vincent Van Gogh no murió de las consecuencias de un tiro. La bala que el maldito tabernero le puso en la pistola estaba repleta de melancolía. Y el tabernero sabía a quién debía ofrecérsela. Tenía instrucciones del más allá, de los bichos que pueblan nuestras retorcidas pesadillas, que conforman, confunden y tiran de un mundo paticojo pero todavía explotable.
   Van Gogh falleció de melancolía, dijeron luego algunos médicos del alma, demasiado tarde, como se dicen las cosas, faltaría más.
   Se dejó morir de la melancolía que le trituraba lo que él creía ser el alma.Es tristeza negra que corroe pedacito a pedacito el alma, el hígado del entendimiento. Y puede contigo, con tu razón que ya no es.Y entonces llega la traca final de muerte.
   Cuando le pusieron por primera vez la camisa de fuerzas, un médico amigo trató de combatir esa melancolía asesina pero el bicho pudo más que él. Y se llevó el pintor a la tumba.
   Sigmund Freud quizá hubiese podido curarle, darle ganas de vivir. Pero el elegante, el mundano Sigmund era el psiquiatra de moda de Viena, donde precisamente la melancolía hacía estragos entre las damas que en la alta sociedad se consumían de aburrimiento vaginal y se refugiaban en la tristeza hasta desembocar en esa misma melancolía que llevó a Van Gogh a orillas de un campo para darse un tiro.
   Si Freud le hubiese conocido, el pintor que no pintaba con amor sino con la rabia del perro que sabe que nadie le querrá a menos que sea toda su perra vida un lameculos espectacular, un payasillo de circo urbano, tal vez habría podido meterse en esa sociedad glamorosa y enfermiza de la Viena del vals y de los emperadores. Y hubiese vendido sus cuadros.
   Habría sido rico, feliz, estúpidamente feliz al brazo de una dama también melancólica que le habría enseñado que el doctor Freud les curaría la maldita melancolía y que en Viena nadie, ninguna amiga mía, mon amour, se muere de algo tan vulgar.
   Años después me dicen la verdad sobre Van Gogh, el holandés errante que arrojó sobre una humanidad gris y aburrida chorreones de alegría amarilla de fuegos artificiales, el que todavía es capaz de cubrir de millones de colores nuestro conformismo de hijos de la revolución que ganaron los ricos.
   El escritor francés Antonin Artaud, que sabe lo que nadie puede imaginar de locuras, asegura que Van Gogh no estaba loco, ni siquiera para encerrarlo. Que esa impresión de no estar era puro genio.
   El genio apabulla, corroe las vísceras y el tránsito intestinal. Todos estamos locos. A Van Gogh le pasaba como a todos los demás. Nos volvemos locos de desesperación. De paro, de incertidumbre económica, de atrocidades que los banqueros pintan en sus cuentas de resultados como hitos de audacia comercial, cuando sólo nos han engañado, despojado, deshecho.
   Van Gogh quiso ser feliz desde que le dejaron ser una persona, desde que se quitó el andrajoso traje negro de pastor protestante con que su familia quería verle en su Holanda natal, donde la miseria era puramente africana. Gracias a dios, el dios que nunca le protegió, el dios que le azotó sin compasión, el dios que le llevó a la crucifixión en un campo de trigo donde las mozas guapas y bien alimentadas le miraban con ojos que les chorreaba entre las piernas que él no veía. Porque cuando Van Gogh llega a París para ser pintor, puede sobrevivir gracias a su hermano Thèo, que anda metido en el mundo del mercadeo de cuadros.
   Durante sus 37 años de vida, Van Gogh no tendrá más que un cliente, el hermano generoso, bondadoso, lleno de amor, que quiere proteger a ese niño grande que apenas sabe andar por el mundo.
   Le deja que se vaya a pintar al sur de Francia, a Arles, que ahora suena mucho en turismo, como todas las imbecilidades suenan cuando ya no hay música.
   Pinta que te pinta, pinta, Van Gogh es un loco de trabajo. 9000 cuadros dicen que pintó hasta su muerte. Y nunca consiguió vender uno solo.
   Era tan bonito aquel Arles de película de la MGM en color que cuando se corta el lóbulo de la oreja izquierda para regalárselo como prueba de amor a una prostituta, deja que le encierren en un asilo, en St. Remy de Provence. Y antes de que le den el alta pinta el asilo con tanto amor que se asemeja más que nada a un hotelito perdido en un paisaje bucólico.
   En la pensión de Arles, pagaba cinco francos por día. En un hotelucho de mala muerte de París, yo pagaba diariamente una moneda de cinco francos. Gracias a Kirk Douglas, cuando el hombre no andaba a vueltas con la melancolía, hay un recuerdo tuyo en los cines, para los muchos analfabetos que no saben leer y apenas llegan a ver.
   Van Gogh, te amamos como a nosotros mismos, en el nombre del padre pastor, en nombre del hijo que no tuviste y en ese espíritu santo que nunca te socorrió.


*Sergio Berrocal – periodista franco-español, fundador, junto a relevantes escritores latinoamericanos del servicio en español de la agencia francesa de prensa (AFP) y colaborador de la agencia Prensa Latina (PL).



Tomado del sitio digital Onmagazzine

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